Los dedos se mueven sobre el teclado raudos, más en absoluto seguros.
Escribe y borra, escribe y borra...
En algún rincón de la noche las sombras se desperezan y mariposas nocturnas revolotean fuera. Vuelan confusas, se alzan, caen y chocan. Su colores se dibujan y sus tamaños se definen lentamente, pero vagan sin tumbo fijo.
Estos pensamientos, aquellos sueños, y esas ideas de más allá van dejando paso a una figura de mayor tamaño, algo humanoide si eres lo bastante miope. Abre la boca y algunas mariposas se apresuran en su interior, hacia la negrura que tal vez sea como la más fuerte luz para ellas, ansiosas por ser devoradas por esta cosa que toma forma engulléndolas con deleite. Sus huesos se definen, la carne los llena, pálida como las más blanca hoja sobre la que uno pueda escribir, con mechones de tinta negra, de esa que en verdad refleja púrpura oscura, cayendo desde su cabeza, rodeando su figura al son de un viento que aspira a ser cierzo sin lograrlo.
La criatura cierra la boca y una leve y extraña sonrisa se dibuja en ella. Feliz, dulce, cruel, amable, cínica, triste y misteriosa. Los ojos se abren a la noche con todos los colores de la misma danzando en ellos. Y son tantos que cualquiera que se adentre en sus iris se preguntará por qué alguna pensó en la noche como algo menos colorido que el día.
Estira todos sus miembros, sus dos brazos, sus dos piernas y... Oh, esa especie de harapos que no podrían pasar por alas. Frunce el ceño en disgusto y chasquea la lengua. Bueno, seguramente pueda recuperarlas poco a poco. Al fin y al cabo había vuelto. Oh, sí, y quería tanto quedarse. Se sabía bien recibida, incluso ansiada, mientras comenzaba a caminar por esas calles que le eran tan conocidas, incluso después del tiempo pasado en letargo involuntario.
Observó a los lepidópteros que aún quedaban revoloteando en torno a ella. Observó sus colores, tan imposibles de determinar como su primera sonrisa, moviéndose sin más rumbo que ella misma. Pobrecitas, tan perdidas y aún así tenían tan claro su destino... Y lo querían, y ella quería dárselo, pero estaba bastante llena para esa primera noche después de tanto tiempo inactiva, así que tendrían que conformarse con esperar.
Llegó a aquel puente que se las daba de viejo siendo tan nuevo. Cruzó, deteniéndose de vez en cuando para asomarse por el borde y saludar a sus viejos amigos.
Allí estaban los trolls de río, peleando como siempre, haciendo que agua se agitase con sus golpes sobre ellos, mientras los débiles retoños de Cierzo correteaban entre ellos aparentemente fascinados con el espectáculo. El viejo viento observaba más tranquilo de lo que nadie podría ser capaz de imaginarlo en aquella ciudad, medio fuera de su escondite predilecto de la poza de San Lázaro.
Más adelante, las pastoras de patos reunían su séquito de ánades en una especie de isleta que no quedaba claro si tenía tierra visible o eran todo aves. Se asombró ligeramente al apreciar que el número había aumentado de forma ostensible desde la última vez que las viese.
También le sorprendió la nube blanca que cruzó el cielo oscuro siguiendo en curso del río y deteniéndose, en lo que alguien podría haber sospechado era un alarde presumido, para rodear una a una las torres de la basílica catedral antes de continuar. Gaviotas, si sus ojos no erraban. Hacía tiempo que no veía tantas por allí.
Prosiguió su paseo adentrándose en ese lado más antiguo de la ciudad, sintiendo un tirón conocido que venía casi del mismo lugar que recordaba, pero no exactamente la misma morada.
De pronto se sintió desdibujada, algunas mariposas escaparon de su piel, y tuvo el impulso de patalear frustrada.
Vaya, vaya, alguien no encontraba las palabras para expresarse, y le tocaba a ella pagar el pato, como siempre.
Humanos. Mortales. Tan confusos y tontos.
Y tomó la decisión de caminar por la ribera en busca de unos dragones de los que una vez oyó hablar a alguien.
Un recuerdo que le causaba una sonrisa boba y un suspiro anhelante.
Ah, así que eso era...
Pero qué boba.
Caminó tatareando y oyendo melodías privadas, con mariposas nocturnas hechas de todo y nada volando a su alrededor, sintiendo el beso del viento sobre su piel desnuda, engañosamente vestida de sombras danzantes que de hecho iban por libre, atraídas a ella como las polillas, y saludando aquí y allá al resto de habitantes de lo abstracto, lo intangible, lo material y lo primigenio.
Cómo le gustaba ser liberada.
Escribe y borra, escribe y borra...
En algún rincón de la noche las sombras se desperezan y mariposas nocturnas revolotean fuera. Vuelan confusas, se alzan, caen y chocan. Su colores se dibujan y sus tamaños se definen lentamente, pero vagan sin tumbo fijo.
Estos pensamientos, aquellos sueños, y esas ideas de más allá van dejando paso a una figura de mayor tamaño, algo humanoide si eres lo bastante miope. Abre la boca y algunas mariposas se apresuran en su interior, hacia la negrura que tal vez sea como la más fuerte luz para ellas, ansiosas por ser devoradas por esta cosa que toma forma engulléndolas con deleite. Sus huesos se definen, la carne los llena, pálida como las más blanca hoja sobre la que uno pueda escribir, con mechones de tinta negra, de esa que en verdad refleja púrpura oscura, cayendo desde su cabeza, rodeando su figura al son de un viento que aspira a ser cierzo sin lograrlo.
La criatura cierra la boca y una leve y extraña sonrisa se dibuja en ella. Feliz, dulce, cruel, amable, cínica, triste y misteriosa. Los ojos se abren a la noche con todos los colores de la misma danzando en ellos. Y son tantos que cualquiera que se adentre en sus iris se preguntará por qué alguna pensó en la noche como algo menos colorido que el día.
Estira todos sus miembros, sus dos brazos, sus dos piernas y... Oh, esa especie de harapos que no podrían pasar por alas. Frunce el ceño en disgusto y chasquea la lengua. Bueno, seguramente pueda recuperarlas poco a poco. Al fin y al cabo había vuelto. Oh, sí, y quería tanto quedarse. Se sabía bien recibida, incluso ansiada, mientras comenzaba a caminar por esas calles que le eran tan conocidas, incluso después del tiempo pasado en letargo involuntario.
Observó a los lepidópteros que aún quedaban revoloteando en torno a ella. Observó sus colores, tan imposibles de determinar como su primera sonrisa, moviéndose sin más rumbo que ella misma. Pobrecitas, tan perdidas y aún así tenían tan claro su destino... Y lo querían, y ella quería dárselo, pero estaba bastante llena para esa primera noche después de tanto tiempo inactiva, así que tendrían que conformarse con esperar.
Llegó a aquel puente que se las daba de viejo siendo tan nuevo. Cruzó, deteniéndose de vez en cuando para asomarse por el borde y saludar a sus viejos amigos.
Allí estaban los trolls de río, peleando como siempre, haciendo que agua se agitase con sus golpes sobre ellos, mientras los débiles retoños de Cierzo correteaban entre ellos aparentemente fascinados con el espectáculo. El viejo viento observaba más tranquilo de lo que nadie podría ser capaz de imaginarlo en aquella ciudad, medio fuera de su escondite predilecto de la poza de San Lázaro.
Más adelante, las pastoras de patos reunían su séquito de ánades en una especie de isleta que no quedaba claro si tenía tierra visible o eran todo aves. Se asombró ligeramente al apreciar que el número había aumentado de forma ostensible desde la última vez que las viese.
También le sorprendió la nube blanca que cruzó el cielo oscuro siguiendo en curso del río y deteniéndose, en lo que alguien podría haber sospechado era un alarde presumido, para rodear una a una las torres de la basílica catedral antes de continuar. Gaviotas, si sus ojos no erraban. Hacía tiempo que no veía tantas por allí.
Prosiguió su paseo adentrándose en ese lado más antiguo de la ciudad, sintiendo un tirón conocido que venía casi del mismo lugar que recordaba, pero no exactamente la misma morada.
De pronto se sintió desdibujada, algunas mariposas escaparon de su piel, y tuvo el impulso de patalear frustrada.
Vaya, vaya, alguien no encontraba las palabras para expresarse, y le tocaba a ella pagar el pato, como siempre.
Humanos. Mortales. Tan confusos y tontos.
Y tomó la decisión de caminar por la ribera en busca de unos dragones de los que una vez oyó hablar a alguien.
Un recuerdo que le causaba una sonrisa boba y un suspiro anhelante.
Ah, así que eso era...
Pero qué boba.
Caminó tatareando y oyendo melodías privadas, con mariposas nocturnas hechas de todo y nada volando a su alrededor, sintiendo el beso del viento sobre su piel desnuda, engañosamente vestida de sombras danzantes que de hecho iban por libre, atraídas a ella como las polillas, y saludando aquí y allá al resto de habitantes de lo abstracto, lo intangible, lo material y lo primigenio.
Cómo le gustaba ser liberada.